Es un viernes frío de agosto y Uriel, de 16 años, se levanta a las 6. Cruza los dedos para que haya agua. Su mamá, Valeria Herrera, agarra la olla y sale de la casa, una construcción de ladrillo sin revocar y techo de chapa. Camina hasta la casilla de madera que usan como baño. Allí hay un inodoro viejo
