
«No me animo a invitar amigas»
Es un viernes frío de agosto y Uriel, de 16 años, se levanta a las 6. Cruza los dedos para que haya agua. Su mamá, Valeria Herrera, agarra la olla y sale de la casa, una construcción de ladrillo sin revocar y techo de chapa. Camina hasta la casilla de madera que usan como baño. Allí hay un inodoro viejo apoyado sobre un agujero que da a un pozo ciego.
Abre la canilla de plástico que está a un costado de la casilla, sobre una bacha improvisada con un tacho de pintura de 20 litros. Por suerte, hay presión y sale agua. Ya de vuelta en su casa, Valeria prende la cocina a garrafa y llena la pava para el mate cocido. El resto del agua queda en la olla, sobre el fuego. La usarán sus seis hijos: para lavarse la cara, las axilas, los dientes y acomodarse el pelo. Salvo el más grande, que tiene 18 y trabaja de albañil, los demás, de entre 5 y 16 años, tienen que llegar a la escuela a las 8.